En solidaridade con horacio Potel, tomado de culturapublicaygratuita.blogspot.com, publicamos:
Cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento
Jacques Derrida
Palabras de Jacques Derrida en el seminario: «Decir el acontecimiento ¿es posible?», realizado en el Centro Canadiense de Arquitectura, el 1º de abril de 1997. Traducción de Julián Santos Guerrero. Edición digital de Derrida en castellano
[La primera apertura del seminario acaba de terminar con la lectura de «Del acontecimiento desde la noche».]
Jacques DerridaGracias. Les tranquilizo, lo que voy a decir será mucho más incompleto y expuesto que la bella conferencia de Gad Soussana. Voy, antes de balbucir algunas palabras, a asociarme a los agradecimientos que ya han sido expresados, y decir a Phyllis Lambert[i] y a todos nuestros anfitriones, hasta qué punto les estoy agradecido por la hospitalidad con la que me honran. Muy pocas cosas han sido convenidas entre nosotros, en todo caso que yo intente decir algunas palabras después de Gad Soussana, que pase la palabra a Alexis Nouss, y que a continuación la vuelva a tomar de manera un poco más duradera. Voy a intentar cumplir con ese primer tiempo de palabras prometidas para decir unas cosas muy simples.
Conviene recordar que un acontecimiento supone la sorpresa, la exposición, lo inanticipable, y que entre nosotros habíamos convenido esto, que el título de la sesión, de la discusión, fuera elegido por los amigos que me rodean. Aprovecho esta ocasión para decir también que es en razón de amistad por lo que consideré deber aceptar exponerme así, de amistad no sólo para aquellos que me rodean, sino para con mis amigos de Quebec; algunos, que no he vuelto a ver desde hace mucho tiempo, están aquí en la sala, les saludo. Quería que este encuentro abierto, improvisado en gran medida, fuese de este modo inscripto bajo el signo del acontecimiento de la amistad. Lo que desde luego, supone la amistad, pero también la sorpresa y lo inanticipable. Estaba entendido que el título sería elegido por Gad Sossana y Alexis Nouss, y que yo intentaría bien que mal exponer no unas respuestas, sino unas reflexiones improvisadas. Es evidente que si hay acontecimiento, es preciso que jamás sea predicho, programado, ni siquiera verdaderamente decidido.
Aquí, se trata simplemente de un pretexto para hablar juntos, tal vez hablar para no decir nada, hablar, dirigirse al otro allí donde lo que se dice cuenta menos que el hecho de que se hable al otro. La frase que constituye la cuestión y que forma el título «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», es una pregunta. Tiene la forma de una interrogación. Es una pregunta en cinco o seis palabras. Hay un nombre, el acontecimiento, hay dos verbos, decir y «es ello»; «es», éste no es cualquier verbo, cualquier modo; y además hay un adjetivo, «posible»: «¿es posible?». Mi primera inquietud concernía a la cuestión de saber sobre cuál de esas palabras hacer recaer la insistencia. Antes incluso de preguntarme si hay o no acontecimientos indecibles —y en el curso de su bella reflexión sobre Rilke, Gad Sossana nos ha dicho mucho a este respecto— antes incluso, por tanto, de preguntarme aquello en el «discurso sin arte y hecho con las primeras palabras que vengan» que define mi condición, me preguntaba si la primera cosa de esa frase sobre la cual era preciso hacer recaer la cuestión, no era precisamente la cuestión. Por el hecho de que se trata de la cuestión, de la modalidad cuestionante de esa frase. Aquí, voy a ser muy breve. No hago sino abrir una o dos avenidas y en ellas me comprometeré después de que Alexis Nouss haya hablado.
Hay dos direcciones en esta frase, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Ese punto de interrogación lo percibo en la apertura de dos posibilidades. Por una parte, la de la filosofía. Estamos aquí en un lugar dedicado a la arquitectura y ustedes saben cuales son las afinidades desde siempre entre la arquitectura, la arquitectónica y la filosofía. La cuestión ha estado mucho tiempo determinada, desde siempre sin duda, como la actitud filosófica misma. Una cuestión como «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», nos instala verdaderamente en una actitud filosófica. Hablamos como filósofos. Sólo un filósofo, sea o no filósofo de profesión, puede plantear semejante cuestión, a la espera de que alguien esté atento a ello.
«Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Entonces, a la cuestión lo que quiero responder es «sí», simplemente. No «sí» el acontecimiento, «sí» decir el acontecimiento es posible; quiero decirles «sí» como signo de agradecimiento, antes que nada. La filosofía se ha pensado siempre a sí misma como arte, experiencia, historia de la cuestión. Los filósofos, incluso cuando no están de acuerdo sobre nada, dicen al final: «sí, pero finalmente somos gentes que hacen preguntas; estemos al menos de acuerdo en eso, queremos salvar la ocasión de la cuestión». Esto comenzó con Platón y llega hasta lo que justamente cierto Heidegger, y aun otros en nuestros tiempos, hayan reflexionado a propósito de que antes de la cuestión —el «antes» aquí no es cronológico, es un «antes» antes del tiempo—, que antes, pues, de la cuestión, había una posibilidad que era la de cierto «sí», de cierta aquiescencia. Heidegger a su manera dijo un día, muy tarde en su vida, que si había dicho anteriormente que el cuestionamiento (Fragen) o la cuestión (Frage) era la piedad del pensamiento (Frömmigkeit des Denkens), y bien, él debería haber dicho, sin contradecirse, que «antes» de la cuestión había eso que él llama la aquiescencia (Zusage). Una especie de consentimiento, de afirmación. No la afirmación dogmática que resiste a la cuestión. Sino «sí» para que una cuestión se plantee, para que una cuestión se dirija a alguien, para que yo les hable a ustedes, porque he dicho que en el fondo estoy aquí para hablarles, para dirigirles la palabra, incluso si es para no decir nada. Cuando nos dirigimos a alguien, aunque sea para dirigirle una pregunta, es preciso, antes de la cuestión, que haya una aquiescencia, a saber: «yo te hablo, sí, sí, bienvenido, yo te hablo, estoy ahí, tú estás ahí, ¡saludos!». Ese «sí» antes de la cuestión, con un «antes» que no es lógico o cronológico, habita la cuestión misma, ese «sí» no es cuestionante.
Hay, pues, en el corazón de la cuestión cierto «sí», un «sí» a, un «sí» al otro que quizás no se halle sin relación con un «sí» al acontecimiento, es decir, un «sí» a lo que viene, al dejar venir. El acontecimiento es también lo que viene, lo que llega u ocurre. Hoy se va a hablar mucho del acontecimiento como lo que viene o lo que llega. Hay un «sí» al acontecimiento o al otro, o al acontecimiento como otro o venida de lo otro, del que podemos preguntarnos si, precisamente, eso se dice, si ese «sí» se dice o no. Están entonces, entre todas las gentes que han hablado de ese «sí» originario, Levinas y Rosenzweig.
Rosenzweig decía que el «sí» es una palabra archioriginaria; incluso allí donde el «sí» no es pronunciado hay «sí». Hay «sí» silencioso o indecible que debe oírse en toda frase. Una frase comienza por decir «sí». Incluso las frases más negativas, la más críticas, las más destructivas implican ese «sí». Querría por tanto suspender el punto de interrogación de esa cuestión «Decir el acontecimiento, ¿es posible?» en ese «sí», en la ocasión o en la amenaza, por otra parte, de ese «sí». Un primer «sí», y además otro «sí»; por mi parte, pero no quiero hablar de mí esta tarde, me ha interesado mucho y he intentado interpretar ese Zusage de Heidegger. Me he implicado mucho en la cuestión de ese «sí», de ese «sí» antes, antes del «no» en cierto modo. Querría hacer otra referencia para hablar de otro «sí a», que oigo resonar del lado de Levinas, del cual ha hablado usted también. Asimismo me refiero a Levinas para establecer un eco con lo que usted ha dicho. Levinas, voy a estar obligado a ir muy deprisa, —vamos muy deprisa por definición; por otra parte, el acontecimiento es lo que va muy deprisa, no hay acontecimiento sino allí donde ello no espera, donde no se puede ya esperar, donde la venida de lo que llega interrumpe la espera; por tanto, es preciso ir deprisa—, Levinas, durante mucho tiempo, definió el origen de la ética como cara a cara con el otro, en una situación casi dual.
Hace un momento ha hablado usted de una bellísima frase de Hegel que evoca el abismo de las miradas que se cruzan cuando veo al otro verme, cuando el ojo del otro no es ya sólo un ojo visible sino un ojo vidente, y que estoy ciego para el ojo vidente del otro. Levinas, por su parte, define la relación con la ética como cara a cara con el otro y, además debió convenir también que en el duelo ético del cara a cara con el otro, el tercero está ahí. Y el tercero no es alguien, una tercera persona, un testis, un testigo que viene a añadirse a lo dual. El tercero está ya siempre ahí, en lo dual, en el cara a cara. Levinas dice que ese tercero, la venida siempre ya ocurrida o llegada de ese tercero, es el origen o más bien el nacimiento de la cuestión. Con el tercero aparece la apelación a la justicia como cuestión. El tercero es aquel que me cuestiona en el cara a cara, que de repente me hace sentir que lo ético como cara a cara corre el riesgo de ser injusto si yo no tomo en cuenta al tercero que es lo otro del otro. La cuestión, el nacimiento de la cuestión no forma sino una unidad, según Levinas, con lo que me pone en cuestión en la justicia, y el «sí» al otro está implicado en el nacimiento de la cuestión como justicia. Quisiera que ahora después, cuando volvamos a hablar del acontecimiento y nos preguntemos si su decir es posible, esta evocación de la cuestión del tercero y de la justicia no esté ausente. Por consiguiente, me preguntaba sobre qué hacer recaer la insistencia en esa frase «Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Acabo de decir que sobre ninguna palabra, sólo sobre el punto de interrogación, sobre la modalidad de la frase: es una pregunta. ¿Qué quiere decir una pregunta? ¿Cuál es la relación entre la pregunta y el «sí»? Pero si debo decir algo más acerca de ello, es decir, no contentarme con insistir en el suspenso del punto de interrogación, entonces es preciso que elija una palabra en esa frase, y he dicho que había cinco o seis palabras, si se dejan caer los artículos, un nombre, dos verbos y un adjetivo.
Cuando se dirige una pregunta a alguien siempre hay, usted lo ha señalado muy bien, el riesgo de que la respuesta esté ya insinuada en la forma misma de la cuestión. Hay en ese sentido una violencia de la cuestión, en tanto que ella impone de antemano, preimpone una respuesta posible. La justicia implica que aquél a quien se plantea una cuestión la vuelva y pregunte al otro: «Qué quieres decir?, antes de responder quiero saber lo que quieres decir, lo que tu pregunta quiere decir.» Eso supone que se haga más de una frase, que se encuadre la cuestión, y ahí ustedes saben que mi improvisación está fuertemente encuadrada por unos amigos que han, ellos, preparado sus discursos. ¿Qué quieres decir?», esto es en el fondo lo que les pregunto.
Ellos me han traído aquí para hablar de eso, «qué quieren decir?». Y anuncio lo que voy a hacer ahí dentro. Voy a interesarme por todas esas palabras, por supuesto, cuando retome la palabra, pero he elegido, y volveré a ello inmediatamente, hacer recaer el acento más insistente sobre la palabra «posible». Se volverá, pues, a hablar de «decir», de «acontecimiento», de «es que», pero sobre todo de «posible», que muy rápidamente convertiré en «imposible». Diré, intentaré mostrar inmediatamente, en qué la imposibilidad, cierta imposibilidad de decir el acontecimiento, o cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento, nos obliga a pensar de otro modo, no solamente lo que quiere decir «decir», lo que quiere decir «acontecimiento», sino lo que quiere decir posible en la historia de la filosofía. Dicho de otro modo, intentaré explicar por qué y cómo entiendo la palabra «posible» en esa frase en la que ese «posible» no es simplemente «diferente de» o lo «contrario de» «imposible», por qué aquí «posible» e «imposible» quieren decir lo mismo. Pero ahí voy a pedirles que esperen un poquito e intentaré esta explicación en breve.
[«Habla sin voz» acaba de ser pronunciada por Alexis Nouss, marcando la segunda apertura de la cuestión del seminario]
No les sorprenderé diciendo que me siento indefenso después de otra conferencia tan intimidante y bella. En el tiempo que me queda es preciso que no sea yo el último en hablar. Esto se llama también «seminario», es decir, que es necesario que guardemos el tiempo de las preguntas para ser, como se dice, «interactivos». Aunque todo haya sido dicho, en el tiempo de un post-scriptum voy a añadir algo si ustedes me lo permiten. Le estoy muy agradecido por lo que usted ha dicho. Los nombres de algunos que han sido pronunciados aquí deben velar sobre nuestra reflexión del decir y del acontecimiento: pienso también en Rilke, en Celan, y en algunos de mis amigos muertos o vivos, Deleuze, Barthes, Sara Kofman. Me ha emocionado mucho el que usted les haya nombrado, a Blanchot también.
Ahora voy a volver a una improvisación prosaica, ustedes me perdonarán por intentar apresurarme hacia la cuestión que ya ha sido muy sobreelaborada por mis predecesores. He dicho que había muchas direcciones por abrir tras la cuestión «Decir el acontecimiento, ¿es posible?». He hablado de la pregunta misma, del punto de interrogación, de la modalidad cuestionante. Ahora querría hablar de lo que «decir» puede poder decir tratándose del acontecimiento. Hay al menos dos maneras de determinar el decir en cuanto al acontecimiento. Al menos dos. Decir, esto puede querer decir hablar —¿Hay un habla sin voz?, ¿hay también un habla sin decir o un decir sin habla?—, enunciar, referirse a, nombrar, describir, hacer saber, informar. En efecto, la primera modalidad o determinación del decir es un decir de saber: decir lo que es. Decir el acontecimiento es también decir lo que ocurre, e intentar decir lo que está en el presente y ocurre en el presente, por lo tanto, decir lo que es, lo que viene, lo que llega u ocurre, lo que pasa. Es un decir que está próximo al saber y a la información, al enunciado que dice algo acerca de algo. Y además, hay un decir que hace diciendo, un decir que hace, que opera. Esta mañana veía la televisión —voy a hablar de la televisión, de las informaciones, porque también se trata de la cuestión de la información, del saber como información— viendo cierta secuencia de información quebequesa, he recalado en una pequeña secuencia al respecto de René Lévesque, un documento de archivo, sinopsis en la cual se veía al ascenso de René Lévesque, su acción y su fracaso relativo, y lo que pasó antes y después del fracaso. La fórmula del periodista o de la persona que presentaba la emisión era: «después de haber producido el acontecimiento, René Lévesque ha debido comentar el acontecimiento». Cuando se retiró habló sobre el acontecimiento, mientras que anteriormente él lo había hecho concretamente mediante su habla. Y como ustedes saben (no quiero darles un curso sobre lo constatativo y lo performativo), hay un habla que se llama constatativa, que es teórica, que consiste en decir lo que es, en describir o en constatar lo que es, y hay un habla que se llama performativa, y que hace hablando. Cuando prometo, por ejemplo, no digo un acontecimiento, hago el acontecimiento mediante mi compromiso, prometo o digo. Digo «sí», he comenzado por «sí» hace un instante. El «sí» es performativo. El ejemplo del matrimonio es el que se cita siempre cuando se habla del performativo: «¿Toma usted por esposo, por esposa a X…? — Sí». El «sí» no dice el acontecimiento, hace el acontecimiento, constituye el acontecimiento. Es un habla-acontecimiento, es un decir-acontecimiento.
Hay en ello dos grandes direcciones clásicas. Incluso si (como es mi caso) no se suscribe hasta el final esa oposición que actualmente es canónica, se puede en todo caso, en un primer momento, concederle crédito para intentar poner un poco de orden en las cuestiones que tenemos que tratar. Tomemos en primer lugar el decir en su función de saber, de constatación, de información.
Decir el acontecimiento es decir lo que es, por consiguiente las cosas tal y como se presentan, los acontecimientos históricos tal y como tienen lugar, es la cuestión de la información. Como hace un instante lo ha sugerido usted muy bien, incluso lo ha demostrado, parece que ese decir del acontecimiento como enunciado de saber o de información, decir cognitivo en cierto modo, de descripción, ese decir del acontecimiento es en cierta manera siempre problemático, porque en razón de su estructura de decir el decir viene después del acontecimiento. Por otra parte, a causa del hecho de que en cuanto decir, y por tanto estructura de lenguaje, resulta abocado a cierta generalidad, a cierta iterabilidad, a cierta repetibilidad, siempre falta la singularidad del acontecimiento. Uno de los rasgos del acontecimiento es no sólo que viene como aquello que es imprevisible, lo que viene a desgarrar el curso ordinario de la historia, sino también que es absolutamente singular. Ahora bien, el decir del acontecimiento, el decir de saber en cuanto al acontecimiento adolece, en cierto modo a priori y desde el inicio, de la singularidad del acontecimiento, y ello por el simple hecho de que viene después y de que pierde la singularidad en una generalidad. Pero hay algo más grave si se quiere no obstante estar atento a las dimensiones políticas, y ustedes ambos lo han recordado de manera muy grave, cuando se habla del decir del acontecimiento bajo la forma de la información. La primera imagen que viene a la mente con respecto al decir del acontecimiento es lo que se despliega desde hace mucho tiempo, pero en particular en la modernidad, como relación de los acontecimiento, la información. La televisión, la radio, los periódicos, nos cuentan acontecimientos, nos dicen lo que ha pasado o lo que está pasando. Se tiene la impresión de que el despliegue, los progresos extraordinarios de las máquinas de información, máquinas propias para decir el acontecimiento, deberían en cierta forma acrecentar los poderes del habla en lo relativo al acontecimiento, los del habla de información.
Ahora bien, recordaré con una palabra —es una evidencia—, que ese pretendido decir del acontecimiento, incluso esa mostración del acontecimiento, no es nunca naturalmente a la medida del acontecimiento, no es nunca fiable a posteriori.
A medida incluso que se desarrolla la capacidad de decir inmediatamente, de mostrar inmediatamente el acontecimiento, se sabe que la técnica del decir y del mostrar interviene e interpreta, selecciona, filtra y por consiguiente hace el acontecimiento. Cuando se pretende hoy mostrarnos «live», en directo, lo que ocurre, el acontecimiento que tiene lugar en la Guerra del Golfo, se sabe que por más directo, por más aparentemente inmediatos que sean el discurso y la imagen, técnicas extremadamente sofisticadas de captura, de proyección y de filtrado de la imagen permiten en un segundo encuadrar, seleccionar, interpretar y hacer que lo que nos es mostrado en directo sea ya no un decir o un mostrar del acontecimiento, sino una producción del acontecimiento. Una interpretación hace lo que ella dice: mientras que pretende simplemente enunciar, mostrar y dar a conocer; de hecho, ella produce, es ya en cierto modo performativa. De manera naturalmente no dicha, no confesada, no declarada, se hace pasar un decir del acontecimiento, un decir que hace el acontecimiento por un decir del acontecimiento. La vigilancia política que esto reclama de nuestra parte consiste evidentemente en organizar un conocimiento crítico de todos los aparatos que pretenden decir el acontecimiento allí donde se hace el acontecimiento, donde se le interpreta y donde se le produce.
Esta vigilancia crítica al respecto de todas esas modalidades del decir-el-acontecimiento, no debe recaer solamente sobre los técnicos que operan en los estudios donde se sabe que hay veinticinco cámaras y que en un segundo se puede encuadrar una imagen, pedir a los periodistas que capten esto en vez de aquello. Nuestra vigilancia debe recaer también sobre las enormes máquinas de información, de apropiación de las cadenas televisivas.
Estas apropiaciones no son solamente nacionales. Son internacionales, transestatales y dominan también el decir del acontecimiento, ellas concentran sus poderes en lugares que debemos aprender a analizar, incluso a discutir o transformar a nuestra vez. Tenemos ahí un enorme campo de análisis y de crítica en lo referente al decir que hace el acontecimiento, ahí donde él pretende simplemente enunciarlo, describirlo o contarlo. Un hacer el acontecimiento sustituye clandestinamente a un decir el acontecimiento. Esto nos pone sobre el camino evidentemente de esa otra dimensión del decir el acontecimiento que, a su vez, se anuncia como propiamente performativa: todos esos modos de hablas donde hablar no consiste en hacer saber, en contar algo, en relatar, en describir, en constatar, sino en hacer ocurrir mediante la palabra. Así pues, podría darse un gran número de ejemplos. Se entiende que debemos discutir, no quiero retener la palabra demasiado tiempo; voy simplemente a indicar algunos puntos de referencia para un análisis posible de ese decir el acontecimiento que consiste en hacer el acontecimiento, en hacer ocurrir, y en la imposibilidad que se aloja en esa posibilidad.
Tomemos tres o cuatro ejemplos. Tomemos el ejemplo de la confesión: una confesión no consiste simplemente en decir lo que ha pasado. Si por ejemplo yo he cometido un crimen, el hecho de que vaya a decir a la policía «he cometido un crimen», no constituye en sí una confesión. No llega a ser una confesión más que cuando, más allá de la operación que consiste en hacer saber, confieso que soy culpable. Dicho de otro modo, en la confesión no hay simplemente un hacer saber lo que ha pasado; puedo muy bien informar a alguien de una falta sin declararme culpable. En la confesión hay algo distinto al hacer saber, al decir constatativo o cognitivo del acontecimiento. Hay una transformación de mi relación con el otro, donde me presento como culpable y digo: «soy culpable, no solamente te hago saber esto, sino que declaro que soy culpable de ello».
San Agustín en sus Confesiones preguntaba a Dios, «¿Por qué cuando Tú lo sabes todo, tengo aún que confesarme a Ti?» Tú sabes todas mis faltas, Tú eres omnisciente». Dicho de otro modo, la confesión no consiste en dar a conocer a Dios lo que Él sabe. No se trata de un enunciado de saber que informara a Dios de mis pecados. Se trata en la confesión de transformar mi relación con el otro, de transformarme a mí mismo confesando mi culpabilidad. Dicho de otro modo, en la confesión hay un decir del acontecimiento de lo que ha ocurrido, que produce una transformación, que produce otro acontecimiento y que no es simplemente un decir de saber. Cada vez que el decir-el-acontecimiento desborda esa dimensión de información, de saber, de cognición, ese decir-el-acontecimiento se compromete en la noche —usted ha hablado mucho de la noche—, en la noche de un no saber, de algo que no es simplemente relativo a la ignorancia, sino a otro orden que ya no pertenece al orden del saber. Un no saber que no es una deficiencia, que no es simplemente oscurantismo, ignorancia, no-ciencia. Simplemente es algo heterogéneo al saber. Un decir-el-acontecimiento, un decir que hace el acontecimiento más allá del saber. Ese decir lo encontramos en muchas experiencias en las que finalmente la posibilidad de que advenga tal o cual acontecimiento se anuncia como imposible.
Voy a tomar algunos ejemplos. Algunos de ellos me han retenido en algunos textos publicados y otros no. Tomo el ejemplo del don. El don debería ser un acontecimiento. Debe ocurrir como una sorpresa venida del otro o venida al otro, debe desbordar el círculo económico del intercambio. Para que un don sea posible, para que un acontecimiento de don sea posible, es preciso en cierto modo que se anuncie como imposible. ¿Por qué? Si doy al otro en agradecimiento en intercambio, el don no tiene lugar. Si, por otra parte, espero del otro que me agradezca, que reconozca mi don y que de una forma u otra, simbólicamente o materialmente o físicamente, me devuelva algo en contrapartida, tampoco hay don. Incluso si el agradecimiento es puramente simbólico, el agradecimiento anula el don. Es preciso que el don se lleve más allá del agradecimiento. Es necesario incluso, en cierta manera, que el otro no sepa que yo le doy para que él pueda recibir, porque desde el instante que él sepa, está en el círculo del agradecimiento y de la gratitud, él anula el don. De igual modo, en el límite es preciso que yo mismo no sepa que doy. Si sé que doy, me digo «así es, yo dono, yo hago un presente», —y ustedes saben el vínculo que hay entre presente y acontecimiento— yo hago un presente. Si me presento como donante me felicito ya a mí mismo, me lo agradezco, me gratifico a mi mismo por el don y, por consiguiente, la simple consciencia del don anula el don. Sería suficiente con que el don se presentara como don al otro o a mí mismo, que se presentara como tal, ya al destinatario ya al donante, para que el don fuera inmediatamente anulado. Lo que quiere decir, para ir más deprisa, que el don como don sólo es posible ahí donde parece imposible. Es preciso que el don no aparezca como tal para que tenga lugar. Pero jamás se sabrá si tiene lugar. Jamás nadie podrá decir, con un criterio de conocimiento satisfactorio, «tal don ha tenido lugar», o bien «yo he dado», «he recibido». Por tanto el don, si lo hay, si es posible, debe aparecer como imposible. Y dar, por consiguiente, es hacer lo imposible. El acontecimiento del don no debe poder ser dicho; desde el momento en que se dice, se destruye. Dicho de otra manera, la medida de la posibilidad del acontecimiento es dada por su imposibilidad. El don es imposible, no puede ser posible sino como imposible. No hay acontecimiento que tenga mayor carácter de acontecimiento que un don que rompe el intercambio, el curso de la historia, el círculo de la economía. No hay posibilidad de don que no se presente como no presentándose, es lo imposible mismo.
Tomen una palabra muy cercana al don, el perdón. El perdón es también un don. Si perdono solamente aquello que es perdonable, no perdono nada. Alguien ha cometido una falta, una ofensa o uno de los crímenes abominables que han sido evocados hace un momento, los campos, un crimen sin medida ha sido cometido. Yo no puedo perdonarlo. Si perdono lo que sólo es venial, es decir, excusable, perdonable, ligera falta, falta comedida y mensurable, determinada y limitada, en ese momento, no perdono nada. Si perdono porque es perdonable, porque es fácil de perdonar, no perdono. No puedo, pues, perdonar, si perdono, sino allí donde hay algo imperdonable. Allí donde no es posible perdonar. Dicho de otra manera, el perdón, si lo hay, debe perdonar lo que es imperdonable, de otro modo eso no es un perdón. El perdón, si es posible, no puede advenir sino como imposible. Pero esa imposibilidad no es simplemente negativa. Ello quiere decir que es preciso hacer lo imposible. El acontecimiento, si lo hay, consiste en hacer lo imposible. Pero cuando alguien hace lo imposible, si alguien hace lo imposible, nadie, comenzando por el autor de esa acción, puede estar en condiciones de ajustar un decir teórico, asegurado por sí mismo, a ese acontecimiento y decir: «esto ha tenido lugar» o «el perdón a tenido lugar» o «yo he perdonado». Una frase tal como «yo perdono» o «yo he perdonado» es absurda, y antes que nada es obscena. ¿Cómo puedo estar seguro de que tengo el derecho de perdonar, y que he perdonado efectivamente y no más bien olvidado, descuidado, reducido lo imperdonable a una falta perdonable? No debo poder decir «yo perdono», así como tampoco debería poder decir «yo dono». Son frases imposibles. Siempre puedo decirlo, pero cuando lo digo, traiciono incluso lo que querría decir. No digo nada. Nunca debería poder decir «yo doy» o «yo perdono».
Por consiguiente, el don o el perdón, si los hay, deben anunciarse como imposibles y deben desafiar todos los decires teóricos, cognitivos, todos los juicios del tipo: «esto es aquello», juicios del tipo «el perdón es», «yo soy perdonador», «el don está dado».
Tomo otro ejemplo que no hace mucho intenté desarrollar al respecto de la invención. Estamos aquí en un lugar de creación, de arte, de invención. La invención es un acontecimiento; por otra parte, incluso las palabras lo indican. Se trata de encontrar, de hacer venir, de hacer advenir lo que aún no estaba ahí. La invención, si es posible, no es una invención. ¿Qué quiere esto decir? Ven ustedes que me aproximo a esa cuestión de lo posible, que es la cuestión que nos reúne aquí. Si puedo inventar lo que invento, si soy capaz de inventar lo que invento, eso quiere decir que la invención sigue en cierta forma una potencialidad, un poder que está en mí, por lo tanto eso no aporta nada nuevo. Eso no hace acontecimiento. Soy capaz de hacer ocurrir eso y por consiguiente, el acontecimiento, lo que ocurre ahí, no interrumpe nada, no es una sorpresa absoluta. Del mismo modo, cuando puedo donar: si dono lo que puedo dar, si doy lo que tengo y que puedo dar, no doy. Un rico que da lo que tiene, no da. Es preciso, como dicen Plotino, Heidegger y Lacan, dar lo que no se tiene. Si se da lo que se tiene, no se da. De la misma forma si yo invento lo que puedo inventar, lo que me es posible inventar, no invento. Igualmente ocurre en un análisis epistemológico, o de historia de las ciencias y de las técnicas, cuando se analiza un campo en el cual una invención es posible, una invención teórica, matemática o técnica, se analiza un campo que puede ser aquel que puede nombrarse paradigma con el uno o episteme con el otro, o aun configuración. Si esa invención es hecha posible por la estructura de un campo (en tal momento tal invención arquitectónica es hecha posible porque el estado de la sociedad, de la historia de la arquitectura, de la teoría arquitectónica, hacía eso posible), esa invención no es una invención. Precisamente porque es posible. No hace sino desplegar, explicitar un posible, una potencialidad que está ya presente; por lo tanto no hace acontecimiento. Para que haya acontecimiento de invención es preciso que la invención aparezca como imposible; lo que no era posible llegue a ser posible. Dicho de otro modo, la única posibilidad de la invención es la invención de lo imposible. Este enunciado puede parecer un juego, una contradicción retórica. De hecho, su necesidad la creo muy irreductible. Si hay invención — puede que no haya nunca invención al igual que no hay nunca don o perdón— si hay invención ella no es posible sino a condición de ser imposible. Esta experiencia de lo imposible condiciona la acontecibilidad del acontecimiento. Lo que ocurre como acontecimiento, no debe ocurrir sino allí donde es imposible. Si fuera posible, si fuera previsible, es que aquello no ocurre.
Tomemos, este será mi último ejemplo antes de dejarles la palabra, el ejemplo de la hospitalidad, por la cual he comenzado agradeciendo a mis anfitriones. Ustedes han hablado del acontecimiento no sólo como de lo que ocurre, sino como de lo que llega, el arribante. El o lo arribante absoluto, es alguien que no debe ser solamente un huésped invitado que estoy preparado para acoger, que tengo la capacidad de acoger. Es alguien cuya venida inopinada, imprevisible, cuya visitación —y yo opondría aquí la visitación a la invitación— es una irrupción tal que no estoy siquiera preparado para acogerla. Es preciso que yo ni siquiera está preparado para acogerla, para que haya verdaderamente hospitalidad, y que no esté en condiciones no solamente de prever, sino de predefinir a aquel que viene, de preguntarle, como se hace en la frontera: «¿Cuál es tu nombre?, ¿tu ciudadanía? ¿De dónde vienes? ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Vas a trabajar?» El huésped absoluto es aquel arribante para el cual no hay siquiera horizonte de espera, aquel que, como se dice, destroza mi horizonte de espera, mientras que yo no estoy siquiera preparado para recibir a aquél a quien voy a recibir. Esto es la hospitalidad. La hospitalidad no consiste simplemente en recibir lo que se es capaz de recibir. Levinas dice en alguna parte que el sujeto es un anfitrión que debe acoger lo infinito más allá de su capacidad de acogida. Acoger más allá de su capacidad de acogida: eso quiere decir que debo recibir o que recibo allí donde no puedo recibir, allí donde la venida del otro me excede, parece más grande que mi casa, va a poner el desorden en mi casa, no puedo prever si el otro va a conducirse bien en mi casa, en mi ciudad, en mi Estado, en mi nación. El arribante no constituirá, pues, acontecimiento sino allí donde yo no soy capaz de acogerlo, donde lo acojo, precisamente, allí donde no soy capaz de ello. La llegada del o de lo arribante es lo otro absoluto que cae sobre mí. Insisto sobre la verticalidad de la cosa porque la sorpresa no pude venir más que de lo alto. Por ello cuando Levinas o Blanchot hablan de «Altísimo» no es simplemente un lenguaje religioso. Eso quiere decir que el acontecimiento en tanto que acontecimiento, en cuanto sorpresa absoluta, debe caerme encima. ¿Por qué? Porque si no me cae encima, quiere decir que lo veo venir, que hay un horizonte de espera. En la horizontal lo veo venir, lo pre-veo, lo pre-digo y el acontecimiento es lo que puede ser dicho, pero jamás predicho. Un acontecimiento predicho no es un acontecimiento. Me cae encima porque no lo veo venir. El acontecimiento, como el arribante, es lo que verticalmente me cae encima, sin que pueda verlo venir: el acontecimiento no puede aparecerme antes de llegar sino como imposible. Eso no quiere decir que no ocurra, que no lo haya; quiere decir que no puedo decirlo en un modo teórico, que no puedo tampoco pre-decirlo. Todo eso que concierne a la invención, a la arribancia [arrivance], al acontecimiento, puede permitir pensar que el decir queda o puede quedar desarmado, absolutamente desarmado por esa imposibilidad misma, desamparado ante la venida siempre única, excepcional e imprevisible del otro, del acontecimiento como otro: debo quedar absolutamente desarmado. Y sin embargo, ese desarme, esa vulnerabilidad, esa exposición no son nunca puros o absolutos. Decía hace un instante que el decir del acontecimiento suponía una especie de inevitable neutralización del acontecimiento por su iterabilidad, que el decir trae siempre en sí la posibilidad de volver a decir: se puede comprender una palabra únicamente porque puede ser repetida; desde el momento en que hablo me sirvo de palabras repetibles y la unicidad desaparece en esa iterabilidad. Del mismo modo, el acontecimiento no puede aparecer como tal, cuando aparece, sino siendo ya en su unicidad misma, repetible. Es esa idea, muy difícil de pensar, de la unicidad como inmediatamente iterable, de la singularidad en cuanto inmediatamente, como diría Levinas, comprometida en la sustitución, la sustitución no es simplemente el reemplazo de un único reemplazable: la sustitución reemplaza lo irreemplazable. Que haya inmediatamente, desde la primera mañana del decir o el primer surgimiento del acontecimiento, iterabilidad y retorno en la unicidad absoluta, en la singularidad absoluta, ello hace que la venida del arribante —o la venida del acontecimiento inaugural— no puede ser acogida sino como retorno, (re)aparición [revenance: venir de vuelta], (re)aparición espectral.
Aquí, si tuviésemos tiempo para ello, aunque podré volver a ello en la discusión, yo intentaría concordar ese motivo de la (re)aparición — que forma eco con lo que ya ha sido dicho del lado de Rilke, de Celan, de Primo Levi—, concordar pues lo que digo aquí de la (re)aparición, de la espectralidad, con esa experiencia de la imposibilidad que asedia lo posible. Incluso cuando algo ocurre como posible, cuando un acontecimiento ocurre como posible, el hecho de que eso deba haber sido imposible, que la invención posible deba haber sido imposible, esa imposibilidad continúa asediando la posibilidad. Mi relación con el acontecimiento es una relación tal que en la experiencia que tengo del acontecimiento, el hecho de que el acontecimiento haya sido imposible en su estructura, eso continúa asediando la posibilidad. Eso sigue siendo imposible, eso tal vez ha tenido lugar, pero sigue siendo imposible. Si he perdonado, sin saberlo, sin decirlo, sobre todo sin decirlo al otro, si he perdonado, es preciso que el perdón permanezca imposible, siga siendo el perdón de lo imperdonable. Si cuando perdono la falta, la herida, la lesión, la ofensa llega a ser perdonable porque he perdonado, se acabó, no hay ya perdón. Es preciso que lo imperdonable siga siendo imperdonable en el perdón, que la imposibilidad del perdón continúe asediando el perdón. Que la imposibilidad del don continúe asediando el don. Este asedio es la estructura espectral de esa experiencia del acontecimiento, le es absolutamente esencial.
Resulta que doy seminarios sobre la hospitalidad desde hace dos años en París. Hemos estudiado, concretamente desde el punto de vista antropológico, tales ritos de la hospitalidad de antiguas poblaciones de México donde a la llegada del otro, del huésped, las mujeres debían llorar. Habitualmente, en los ritos de la hospitalidad, cuando se recibe a alguien, se sonríe. Se debe sonreír, una risa o una sonrisa deben acompañar. No se recibe a alguien de forma hospitalaria con un rostro hostil o crispado, se debe sonreír. Allí las mujeres debían llorar a la llegada de los huéspedes, en este caso se trata de un francés, (son relatos de viaje de Jean de Lery). ¿Cómo interpretar esas lágrimas? Se dice que esas mujeres consideraban a los arribantes como (re)aparecidos, los muertos que volvían. Era preciso saludarlos como a (re)aparecidos mediante lágrimas de duelo. Entre la hospitalidad y el duelo hay cierta afinidad. Aquel que viene, incluso si lo acojo más allá de mi capacidad de acogida, debo saludarlo, saludar su venida —y lo que vale para el arribante vale para el acontecimiento—, como una vuelta. Eso no quiere decir que no sea nuevo. Es nuevo, la venida es absolutamente nueva. Pero la novedad de esa venida implica en sí misma el venir de vuelta, la (re)aparición. Cuando acojo al visitante, la visitación de un visitante inesperado, debe ser cada vez una experiencia única para que sea un acontecimiento único, imprevisible, singular, irreemplazable. Pero al mismo tiempo, desde el umbral de la casa y de la venida de lo irreemplazable, es preciso que la repetición esté presupuesta. Te acojo, eso quiere decir: «te prometo acogerte de nuevo». Si recibo a alguien diciendo: «bueno, que sea por esta vez, pero…» aquello no se mantiene. Es preciso que la repetición esté prometida. De igual modo que en el «sí», cuando digo «sí» a alguien, es preciso que la repetición del «sí» esté inmediatamente implicada. Cuando me caso digo «sí», por retomar el ejemplo del performativo, pero es necesario que en el «sí», singular, único, primero, esté implicado inmediatamente el que yo esté listo para confirmar el «sí», no solamente un segundo después, sino mañana, pasado mañana y hasta el final de la vida. Es preciso que la repetición del «sí» esté implicada desde el primer «sí». De igual manera, en la singularidad del acontecimiento, es necesario que la repetición esté ya en obra y que con la repetición, la borradura de la primera circunstancia esté ya comprometida; de ahí el duelo, lo póstumo, la pérdida que sellan el primer instante del acontecimiento como originario. El duelo está ahí. Las lágrimas no pueden dejar de mezclarse con la sonrisa de la hospitalidad. De algún modo la muerte forma parte de ello.
Para acabar, antes de dejarles la palabra, diría que esta reflexión sobre lo posible-imposible, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», el hecho de que sea preciso responder a la vez sí y no, posible, imposible, posible como imposible, debería comprometernos a repensar todo ese valor de posibilidad que marca nuestra tradición filosófica occidental. La historia de la filosofía es la historia de una reflexión en torno a lo que quiere decir posible, de lo que quiere decir ser y ser posible. Esta gran tradición de la dynamis, de la potencialidad, desde Aristóteles a Bergson, esta reflexión en filosofía trascendental sobre las condiciones de posibilidad, se encuentra afectada por la experiencia del acontecimiento en tanto que ella perturba la distinción entre lo posible y lo imposible, la oposición entre lo posible y lo imposible. Es preciso hablar aquí del acontecimiento im-posible. Un im-posible que no es solamente imposible, que no es solamente lo contrario de lo posible, que es también la condición o la ocasión de lo posible. Un im-posible que es la experiencia misma de lo posible. Para ello es preciso transformar el pensamiento, o la experiencia, o el decir de la experiencia de lo posible o de lo imposible. Creo que no es simplemente una tarea de especulación para filósofos profesionales. Creo que hoy, si se quiere, para volver a la información, pensar lo que ocurre con la virtualización y la espectralización en el campo técnico de la imagen o de la percepción —el acontecimiento virtual, en el fondo, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», es también para la cuestión de la virtualidad: ¿qué es un acontecimiento virtual? Hasta aquí no se podían pensar como lo mismo la acontecibilidad y la virtualidad— para pensar el acontecimiento virtual es preciso, pues, perturbar nuestra lógica de lo posible o de lo imposible. Es en esa dirección en la que yo habría intentado, si tuviéramos tiempo, ajustar lo que he sugerido hace un momento de una crítica política de la información, del decir-el-acontecimiento según la información o según, por otra parte la ciencia, la tecno-ciencia y lo que acabamos de decir hace un instante de la virtualidad de lo posible-imposible.
[Pregunta – Una pregunta procedente de la sala a propósito de la afirmación de Bachelard que se dice a continuación.]
«Querer, es querer lo que no se puede», encuentro la fórmula muy bella y muy justa. Es tal vez la dirección en la cual querría comprometerme. No puedo reconstituir el contexto de Bachelard. Si tuviese que interpretar o discutir, quizás de manera injusta, esa frase, en todo caso si yo quisiera apropiármela, cambiaría algo en ella. Porque yo diría que, justamente, lo que no puedo, por tanto lo imposible, lo que desborda mi capacidad, mi poder, es precisamente lo que no puedo querer. A menos que se transforme el pensamiento tradicional de la voluntad. Estoy aquí en este momento en el que la experiencia del acontecimiento deshace mi voluntad. Si quiero lo que quiero, lo que puedo querer —voluntad de poder— eso que quiero o puedo querer se halla a la medida de mi decisión. Estoy tentado, por el contrario, por un pensamiento de la decisión —en el fondo no he pronunciado la palabra decisión, pero es en ello en lo que en verdad pensaba—, de algo que transformaría también la lógica de la decisión. En general, al igual que se dice demasiado fácilmente «yo doy», «yo perdono», se dice fácilmente «yo decido» o bien «yo asumo la responsabilidad», «yo soy responsable». Estas frases me parecen muy poco admisibles tanto unas como otras. Decir «yo decido», decir «usted sabe que yo decido, yo sé que decido», quiere decir que soy capaz y dueño de mi decisión, y que tengo un criterio que me permite decir que soy yo quien decide. Si es así, la decisión es en cierto modo la expresión de mi poder, de mi posibilidad. En ese momento, una decisión semejante de la cual soy capaz y que expresa mi posibilidad, no interrumpe nada, no viene a desgarrar el curso de lo posible, el curso de la historia como debería hacerlo toda decisión. No es una decisión digna de ese nombre.
Una decisión debería desgarrar —eso es lo que quiere decir la palabra decisión— por consiguiente debería interrumpir la trama de lo posible. Cada vez que digo «mi decisión» o bien «yo decido», se puede estar seguro de que me equivoco. Mi decisión debería ser, —sé que esta proposición parece inaceptable en toda lógica clásica— la decisión debería ser siempre la decisión del otro. Mi decisión es de hecho la decisión del otro. Eso no me exime o no exonera de ninguna responsabilidad. Mi decisión no puede nunca ser la mía, ella es siempre la decisión del otro en mí, y yo soy en cierta manera pasivo en la decisión. Para que una decisión constituya acontecimiento, para que ella interrumpa mi poder, mi capacidad, mi posibilidad, y para que ella interrumpa el curso ordinario de la historia, es preciso que yo sufra mi decisión, lo que es evidentemente inaceptable en toda lógica. Querría pues intentar elaborar un pensamiento de la decisión que sea siempre decisión del otro, porque soy responsable por el otro y decido por el otro; es el otro quien decide en mí, sin que por ello yo sea exonerado de «mi» responsabilidad. Por eso Levinas pone siempre la libertad detrás de la responsabilidad. Si quiero lo que no puedo, ese querer debe ser despojado de aquello con lo cual en la tradición se viste el querer, se determina como querer, a saber, la actividad, el dominio, el «yo quiero lo que quiero». Allí se trataría de querer más allá de lo que se puede querer. Esa frase, si es aceptable, debe de rechazo destruir, deconstruir o deshacer el concepto mismo de voluntad. Es probablemente lo que quería decir Bachelard en esa frase paradójica: querer lo que no se puede, en el límite lo que no se puede querer.
Por lo que respecta a Jankelevitch, yo pensaba naturalmente en él como debe hacerse cuando se piensa en el perdón, y he pensado también, como ustedes han oído, en el ejemplo del imperdonable Holocausto; hay otros imperdonables. Una de las razones por las cuales no puedo decir «yo perdono», no es sólo mi dureza, mi inflexibilidad, mi condena inflexible, es que simplemente no tengo jamás el derecho de perdonar. Es siempre el otro quien debe perdonar, yo no puedo perdonar en nombre del otro. Yo no puedo perdonar en nombre de las víctimas del Holocausto. Incluso los supervivientes, incluso aquellos que, como Primo Levi, estuvieron presentes, han vivido o sobrevivido, no tienen el derecho de perdonar. No solamente porque deben continuar condenando, sino porque no se puede perdonar por los otros. No se tiene el derecho de perdonar, el perdón es imposible. Es ahí donde el perdón permanece imposible, porque no tiene sentido perdonar si no es lo imperdonable, es ahí donde el perdón puede tener lugar, si tiene lugar. En general, en una estructura antropo-teológica dominante se dice «sólo Dios puede perdonar, yo no tengo el derecho de perdonar»; un ser finito no puede perdonar una falta que es siempre infinita. Imperdonable quiere decir infinita. El nombre de Dios nombra aquí ese Otro al cual el derecho de perdonar le es siempre concedido, como la posibilidad de donar, de decir «yo doy», «yo decido». El don o el perdón se hacen siempre en nombre del otro.
[Pregunta – Dos preguntas se han planteado: la una concierne al enunciado infinitivo del seminario «Decir el acontecimiento», la otra habla del secreto en el acontecimiento.]
No soy el autor del tema de nuestro debate, y me he encontrado como usted delante de esa cuestión y su formulación literal; también me he hecho preguntas que, por una parte, eran las mismas que las suyas. Debo decir a ese respecto que, finalmente, lo que ocurre aquí, en la medida en que era imprevisible —imprevisto para mí, hemos improvisado en gran parte—, es que puede que haya habido acontecimiento. Eso ocurre y no estaba programado, se ha programado mucho pero no todo. Hay acontecimiento en cuanto aquello que ocurre no estaba predicho. Algo se dice a través de ese acontecimiento y se dice del acontecimiento. Por lo que respecta a saber quien dice eso, la cuestión queda abierta. Me he preguntado, como usted, por qué ese infinitivo. A menudo es una retórica de título: el tema propuesto a la discusión se deja en infinitivo, aquí estamos en examen. Pero esa impersonalidad del infinitivo me ha dado qué pensar, en particular, que allí donde nadie está presente, ningún sujeto de enunciación para decir el acontecimiento según los modos diferentes que he evocado, hay un decir que no está ya en posición ni de constatación, de teoría, de descripción, ni bajo la forma de una producción performativa, sino en el modo del síntoma. Propongo esta palabra, síntoma, como otro término más allá del decir verdadero o de la performatividad que produce el acontecimiento. El acontecimiento abate lo constatativo y lo performativo, el «yo sé» y el «yo pienso». En la historia que usted ha contado[ii] el secreto está operando. Allí donde el acontecimiento resiste a la información, a la puesta en enunciados teóricos, al hacer saber, al saber, el secreto está formando parte. Un acontecimiento es siempre secreto, por las razones que he dicho, debe permanecer secreto, como un don o un perdón deben permanecer secretos. Si digo «yo doy», si el don llega a ser fenoménico o si aparece, si el perdón aparece, ya no hay don o perdón. El secreto pertenece a la estructura del acontecimiento. No el secreto en el sentido de lo privado, de lo clandestino o de lo escondido, sino el secreto como lo que no aparece. Más allá de todas las verificaciones, de todos los discursos de la verdad o del saber, el síntoma es una significación del acontecimiento que nadie domina, que ninguna conciencia, que ningún sujeto consciente puede apropiarse o dominar. Ni bajo la forma del constatativo teórico o judicativo ni bajo la forma de la producción performativa. Hay síntoma. Por ejemplo, en lo que ocurre aquí: somos bastante numerosos, cada uno interpreta, prevé, anticipa, es desbordado, sorprendido de cara a aquello que se puede llamar el acontecimiento. Más allá del significado que cada uno de nosotros pueda leer en ello, incluso enunciar sobre ello, hay síntoma. Incluso el efecto de verdad o la búsqueda de la verdad es del orden del síntoma. Al respecto de esos síntomas puede haber análisis. Usted ha hablado de saberes diferenciados, también se puede evocar la identificación de las posiciones de enunciación de los sujetos, de las pulsiones libidinales, de las estrategias de poder.
Más allá de todo eso, hay sintomatología: significación que ningún teorema puede agotar. Yo pondría en relación esa noción de síntoma, que querría sustraer a su código clínico o psicoanalítico, con lo que he dicho hace un momento de la verticalidad. Un síntoma, es lo que cae. Lo que nos cae encima. Lo que nos cae encima verticalmente, es lo que hace síntoma. En todo acontecimiento hay secreto y sintomatología. Creo que Deleuze habla también de síntoma a ese respecto. El discurso que se asocia a ese valor de acontecibilidad del cual hablamos es siempre un discurso sintomático, o sintomatológico, que debe ser un discurso sobre lo único, sobre el caso, sobre la excepción. Un acontecimiento es siempre excepcional, es una definición posible del acontecimiento. Un acontecimiento debe ser excepcional, fuera de regla. Desde el momento en que hay reglas, normas y, por consiguiente, unos criterios para evaluar esto o aquello, lo que ocurre o no ocurre, no hay acontecimiento. El acontecimiento debe ser excepcional, y esa singularidad de la excepción sin regla no puede dar lugar más que a síntomas. Ello supone no que se renuncie a saber o a filosofar: el saber filosófico acepta esa aporía prometedora que no es simplemente negativa o paralizante. Esa aporía prometedora toma la forma de lo posible-imposible o lo que Nietzsche llamaba el «quizás». Semejante texto de Nietzsche dice que lo esperado por los filósofos venideros es un pensamiento del «quizás» al cual se han resistido todos los filósofos clásicos. Un «quizás» que no es simplemente una modalidad empírica; hay textos terribles de Hegel sobre el «quizás», sobre aquellos que piensan el «quizás», y que serían empiristas. Nietzsche intenta pensar una modalidad del «quizás» que no sea simplemente empírica. Aquello que he dicho de lo posible-imposible, es el «quizás». El don, «quizás» lo hay, si lo hay; si lo hay, no se debe poder hablar de ello, no se debe estar seguro de ello. El perdón «quizás», el acontecimiento «quizás». Dicho de otro modo, esa categoría del «quizás», entre posible e imposible, pertenece a la misma configuración que la del síntoma o la del secreto. Lo difícil es ajustar un discurso consecuente, teórico, a esas modalidades que parecen ser otros tantos desafíos al saber y a la teoría. El síntoma, el «quizás», lo posible-imposible, lo único en tanto que sustituible, la singularidad en tanto que repetible, todo eso se parece a contradicciones no dialectizables; la dificultad es ajustar un discurso que no sea simplemente impresionista o sin rigor a unas estructuras que son otros tantos desafíos para la lógica clásica. ¿He respondido a su pregunta? «Quizás».
[Pregunta. La pregunta solicita una aclaración sobre el vínculo de la promesa con el acontecimiento.]
He hecho una breve alusión a la promesa. La promesa es el ejemplo privilegiado de todos los discursos sobre el performativo en la teoría de los speech acts. Cuando digo «prometo», no describo otra cosa, no digo nada, hago algo, es un acontecimiento. La promesa es un acontecimiento. El «prometo» produce el acontecimiento y no se refiere a ningún acontecimiento preexistente. El yo «prometo» es un decir que no dice ningún acontecimiento preexistente, y que produce acontecimiento. Los teóricos de los speech acts toman el ejemplo de la promesa como un ejemplo de performativo entre otros. Yo estaría tentado de decir que toda frase, todo performativo, implica una promesa, que la promesa no es un performativo entre otros. Desde que me dirijo al otro, desde que le digo «yo te hablo», estoy ya en el orden de la promesa. Yo te hablo, eso quiere decir «prometo continuar, ir hasta el final de la frase, prometo decirte la verdad incluso si miento»—y para mentir es preciso, por otra parte, prometer decir la verdad—. La promesa es el elemento mismo del lenguaje. Decir el acontecimiento aquí, no sería decir un objeto que fuese el acontecimiento, sino decir un acontecimiento que el decir produce. Los teóricos serios de los speech acts consideran que una promesa debe siempre prometer algo bueno. No se promete el mal, «prometer» el mal es amenazar, no prometer. No se dice a alguien «prometo matarte», se dice a alguien «prometo darte, estar en la cita, ser fiel, ser tu marido o tu mujer». La promesa implica siempre la promesa del bien, una promesa benefactora, benevolente. Si se fingiera prometer el mal, sería una amenaza disfrazada de promesa. Cuando una madre dice a su hijo «si haces eso, te prometo una azotaina», eso no es una promesa, es una amenaza. Es la teoría clásica de los speech acts: la promesa no es la amenaza.
Lo que me atrevería a pretender es que una promesa debe siempre poder ser asediada por la amenaza, por su devenir-amenaza, sin lo cual no es promesa. Si estoy seguro de que lo que prometo es una cosa buena, que lo bueno no puede transformarse en malo, que el regalo prometido no puede transformarse en veneno, según la vieja lógica de la inversión del gift-gift, del don en veneno, del regalo benefactor en regalo malévolo, si estuviese seguro de que la promesa era buena y no pudiera invertirse en mala, eso no sería un promesa. Una promesa debe estar amenazada por la posibilidad de ser traicionada, de traicionarse a sí misma, consciente o inconscientemente. Si no hay la posibilidad de pervertirse, si lo bueno no es pervertible, no es lo bueno. Una promesa, para ser posible, debe estar asediada o amenazada por la posibilidad de ser traicionada, de ser mala. Los teóricos de los speech acts son gente seria, dirán que «si prometo estar en la cita, if don ‘t mean it, si miento, si sé ya que no estaré en la cita, que no haré todo lo posible para estar en la cita», no es una promesa. Una promesa debe ser seria, responder a una intención seria; al menos cuando digo «estaré mañana en la cita» bajo un modo de promesa, no bajo un modo de previsión. Hay en efecto dos maneras de decir «mañana estaré en la cita», una manera de previsión «mañana por la mañana tomaré el desayuno», pero si digo «mañana estaré allí con usted para tomar el desayuno», es otra cosa. Una promesa para ser verdaderamente promesa, según los teóricos de los speech acts, debe ser seria, es decir, comprometerme a hacer todo lo posible para mantener la promesa. Una promesa de algo que es bueno. Yo pretendería que si tal promesa no es intrínsecamente pervertible, es decir, amenazada de poder no ser seria o sincera, o de poder ser traicionada, no es una promesa. Una promesa debe poder ser traicionada, de otro modo no es una promesa; es una previsión, una predicción. Es preciso que la traición o la perversión esté en el corazón del compromiso de la promesa, que la distinción entre promesa y amenaza no esté nunca asegurada. Lo que adelanto ahí no es una especulación abstracta.
Se sabe por experiencia que el don puede ser amenazante, que la promesa más benefactora puede corromperse por sí misma, que puedo hacer el mal prometiendo el bien; es una posibilidad intrínseca de la cual podríamos dar muchos ejemplos. Es preciso que esa perversibilidad esté en el corazón de lo que es bueno, de la buena promesa, para que la promesa sea lo que es; es preciso que pueda no ser promesa, que puede ser traicionada para ser posible, para tener la ocasión de ser posible. Esta amenaza no es una cosa mala, es su ocasión; sin amenaza no habría promesa. Si la promesa fuera automáticamente mantenida sería una máquina, un ordenador, un cálculo. Para que una promesa no sea un cálculo mecánico o una programación, es preciso que pueda ser traicionada. Esta posibilidad de traición debe habitar la promesa más inocente.
A lo cual yo añadiría esto que es aún más grave: aunque el performativo diga y produzca el acontecimiento del que habla, también lo neutraliza en la medida en que guarda su dominio en un «yo puedo» (I can, I may), «yo estoy habilitado», etc… Un acontecimiento puro, y digno de ese nombre, abate tanto lo performativo como lo constatativo. Algún día será preciso sacar todas las consecuencias de ello.
Para volver a lo que decía de la justicia al principio, ya que he comenzado por hablar de ese «sí», de esa justicia en Levinas, la justicia debe ser ella misma trabajada o asediada por su contrario, por el perjurio, para poder ser justicia. Si, por ejemplo, en el cara a cara —que es condición del respeto del otro, de la ética, de lo que Levinas llama el rostro del otro—, el tercero no estuviera ya presente, la justicia, que es la relación con el otro, sería ya un perjurio. E inversamente, desde que el tercero entra en la relación dual que me compromete en el cara a cara ante al otro singular, hay ya perjurio. Por consiguiente entre la justicia o la fe jurada, el compromiso, el juramento y el perjurio, no hay simple oposición. Es preciso que el perjurio esté también en el corazón de la fe jurada para que la fe jurada sea verdaderamente posible. Que esté en el corazón de la justicia de manera indesalojable, no de paso o como un accidente que se puede borrar. Es preciso que la posibilidad del mal, o del perjurio, sea intrínseca al bien o a la justicia para que ésta sea posible. Por tanto, que lo imposible esté en el corazón de lo posible.
[Pregunta. Vuelta sobre la información y la verticalidad del acontecimiento a partir de una pregunta relativa a los dispositivos técnicos.]
Me parece, en efecto, que el acontecimiento en la interpretación, la reapropiación, el filtrado de la información, es siempre, si lo hay, lo que resiste a esa reapropiación, transformación o trans-información. Usted ha tomado el ejemplo de la Guerra del Golfo. He subrayado que lo que pasaba allí, que lo que se nos pretendió transmitir en directo, no se reducía a esa información interpretativa, a esa trans-información; no se reducía tampoco a un simulacro. Yo no tengo en absoluto el mismo punto de vista que Baudrillard, que dice que la guerra no ha tenido lugar. El acontecimiento, que es irreductible finalmente a la apropiación mediática o a la digestión mediática, es que hubo miles de muertos. Son acontecimientos cada vez singulares, que ningún decir de saber o de información habrá podido reducir ni neutralizar. Yo diría que es preciso interminablemente analizar los mecanismos de eso que acabo de sobrenombrar la trans-información o la reapropiación, el devenir-simulacro o televisivo de esos acontecimientos. Es preciso analizar aquello desde el plano político-histórico, sin olvidar, en lo posible, que del acontecimiento ha tenido lugar algo que no se reduce a ello en ningún caso. Del acontecimiento lo que no se reduce tal vez a ningún decir. Es lo indecible: son los muertos, por ejemplo, los muertos.
En cuanto a la verticalidad que a usted le inquieta, soy muy consciente del hecho de que el extranjero es también aquel que llega por la frontera, aquel que se ve venir. Son sobre todo los aduaneros, los oficiales de inmigración quienes les ven venir, o aquellos que quieren dominar los flujos de inmigración. Cuando tengo más tiempo en un seminario, o cuando peleo por aquellas cosas en Francia, complico un poco las cosas, más de lo que hago aquí. Soy consciente de que es preciso tener en cuenta esa horizontalidad, y todo lo que eso requiere de nuestra parte. Por verticalidad quería decir que el extranjero, lo que hay de irreductiblemente arribante en el otro —que no es simplemente trabajador, ni ciudadano, ni fácilmente identificable—, es lo que en el otro no me previene y desborda precisamente la horizontalidad de la espera. Lo que quería subrayar, al hablar de verticalidad, es que el otro no espera. No espera que yo pueda recibirle o que le dé una tarjeta de residencia. Si hay hospitalidad incondicional, ella debe estar abierta a la visitación del otro que llega en cualquier momento, sin que yo lo sepa. Es también lo mesiánico: el mesías puede llegar, puede venir en todo momento, por arriba, por allí donde no lo veo venir. En mi discurso la noción de verticalidad no tiene ya necesariamente el uso a menudo religioso o teológico que eleva hacia el Altísimo. Quizás la religión comience aquí. No se puede mantener el discurso que mantengo sobre la verticalidad, sobre la arribancia [arrivance: acción de llegar, de venida inmediata, de ocurrir algo] absoluta, sin que ya el acto de fe haya comenzado —el acto de fe no es forzosamente la religión, tal o cual religión—, sin cierto espacio de fe sin saber, más allá del saber. Aceptaría, pues, que aquí se hablara de fe.
[i] Phillis Lamben fundó el Centro Canadiense de Arquitectura.
[ii] Se trata de The Fifth Business de Robertson Davies.
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