Dicho con mayor exactitud, debemos olvidar la noción del bondadoso fantasma que habita en nuestro interior y aceptar, por fin, que la disolución de su propia entelequia es, precisamente, una de las obras fundamentales del espíritu en nuestros días” (p. 91). Una vez más, la reflexión sobre el sujeto, o mejor la crisis del sujeto. De nuevo, un ensayo. Un concepto, posthumano, que no pretende ser un ingenioso hallazgo, sino que continúa “una discusión que lleva más de un siglo celebrándose y renovándose”. Deconstrucción, destruktion, nihilismo y postmodernidad; filosofía del siglo veinte y pensamiento crítico hasta sus últimas consecuencias, con la caída de los muros, las paredes de las aulas, la subversión de las cátedras y una “ética despiadada” que se muestra, mejor que se dice. Que se muestra mejor de lo que se dice. Un híbrido atlántico-continental atento a los acontecimientos, a la escucha del Ereignis y con visión del porvenir, en un empeño por situarse en el mundo y hablar de lo real. Actitud vitalista, en su vertiente pragmática, anglosajona, que el autor califica como “neutra, imparcial, alejada por igual del sentimentalismo y del optimismo infundamentado, así como del fatalismo sombrío” (p. 12). Una cuestión de estilo y de forma que procuraremos aclarar aquí, apoyándonos en las confesiones expresas del autor, en sus lecturas también de las obras literarias, de las obras de su tiempo, “del espíritu en nuestros días”. Un discurso enfrentado asimismo al discurso, desnudo sin más armas que las suyas y abierto (ensayo), es decir sugerente y esquivo. Capítulos sueltos, temáticas varias con un hilo sutil. Pensiero debole, que M. Bares parangona con el concepto de exhaución
(véase la nota aclaratoria en p. 10), y una inspiración tomada, entre otras fuentes, de la ciencia-ficción.
    ¿Cómo es posible articular esa reflexión de actualidad? Vivimos en un tiempo, el moderno, al que pisamos los talones. Como en la etapa de vanguardias, los post- y neo- parecen responder a esa pretensión de situarse en la historia; dado que ésta va tan rápido, uno tiene que adelantarse en el recorrido y anticipar la carrera. O lanzar sus apuestas al caballo ganador. El gesto tiene algo de ese romanticismo teutónico más que historicista, profético: “Fíjense que este presente nos aboca a tal futuro. Eso es lo que va a ocurrir”. Herederos de la más solemne tradición occidental, prestamos crédito hoy en día a quien diga que lo que dice es ontológico, “porque es ahí donde se pueden detectar cambios estructurales que afectan al acomodo entero” (p. 143). Y ya sabemos lo que al respecto sentenció el maestro molesto en la materia: ¿Acaso no es el tiempo el horizonte de comprensión del ser? Es decir que captar el sentido del mundo implica hacerlo de acuerdo con una determinada concepción de la temporalidad. Por ello, del otro lado, está la influencia americana de la ciencia-ficción: Stephen Hawking mismo, en tanto que cyborg, William Gibson, Hollywood, etc. Se trata, como sabemos, de recrear un futuro posible con premisas distintas a las de hoy. Sin embargo, esa literatura también tiene su dialéctica negativa, es decir, elementos del presente mantenidos y proyectados en el futuro. Son, por ejemplo, las emociones de los personajes: el amor, la valentía o la humildad, etc., que nunca cambian. También un cierto humanismo. Y así es cómo resulta posible representarse por fin el giro, la materialización y vigencia de ciertas proyecciones fantásticas escritas en el pasado: Bradbury, A. Huxley o 1984. Como dice el autor, “las proyecciones han dejado de serlo porque las hemos alcanzado” (p. 10), y es que, en definitiva, sólo parece posible ser actuales en cuanto hombres de Vitruvio, en la medida en que sepamos borrar las fronteras del pasado y futuro, y sumergirnos en el presente hasta conocerlo en sus matices, alcanzando lo que en otras partes se ha denominado “profundidad hermenéutica”. Comprender el presente y el humanismo sin circunscribirlos a los esquemas del tiempo pasado y futuro. O a la inversa, tener presentes los pre supuestos y por supuestos del humanismo: “Las similitudes entre aquella prehistoria y la posthistoria actual se presentan salvajemente excitantes” (p. 149). Como la observación de un rave inglés de finales de los ochenta, que semeja el desembarco en pleno campo de una tribu primitiva con atuendos de la luna, plateform boots y fluorescentes, que “son niños sin pasado”, “niños sin futuro”, “porque todo es un solo, un solo del DJand all timeforms taking place in measureable cycles immitate eternity. Genealogía de actualidad y eterno retorno de lo mismo, presente continuo y “filosofía instantánea”.

  
 
    Tiempo muerto.
El ensayo de Mauricio Bares invita a una reflexión sobre la claridad de estilo, “esto es, la notoria oración declarativa simple y una dicción llana” (p. 127). En una de sus cintas, W. Allen alude al escritor de las 3’s: simplista, sentencioso y solipsista. Y puede que ese sea el Signo de nuestros tiempos; todos queremos ser un Vincent Paul. Leo, a propósito, en J-L. Nancy: “(…) otro estilo es necesario. El fin de la filosofía es sin duda antes que nada una cuestión de estilo en ese sentido” (1993, p. 37). Y efectivamente, el gabacho tenía cierto estilo, de entrada en sus prendas, pero también en su forma de escribir: una transparencia que en otras altitudes unos llaman verticalidad. Por decirlo de forma pantagruélica, comiéndome la sintaxis: andar vivir pensar trabajar estudiar recoger negociar peticar, unir tantas palabras sueltas en un hilo discursivo musical, todas una y misma cosa, daquela maneira, dalgún xeito. El estilo de pensar, el Gran Estilo que auguraban los románticos, para otros una forma de estar presentes en el mundo, lo que con justicia no podemos tachar de existencialista porque estar en el mundo no tiene por qué ser algo exclusivo de papamoscas con palmeras en el paseo marítimo, el estilo de pensar, pues, es cualquier forma de andar, vivir, trabajar progresando, pensar enriqueciéndose de su entorno, y siempre uniendo tales cosas con el todo aéreo que las sostiene, el día a día que se respira y ese mismo aire que comparte su silencio con el entramado de las palabras. El estilo de pensar es una forma de hablar, una forma de vivir pautada por la función recurrente de la palabra. Explica Nancy seguidamente: “No es cuestión de efectos de estilo y ornamentos en el discurso, sino de cómo afecta el sentido al discurso, una vez que el sentido excede a los significados. Es cuestión de la praxis del pensamiento, de su escritura en el sentido de la responsabilidad de ese exceso”(ibid). Descartada la hipótesis de la verdad en una frase o saturación del significado, no bastando con decir las cosas una vez te dije y ya no se hable más, el/la escritor/a, hablador/a, vividor/a, cónyuge renueva su responsabilidad continuamente, repitiendo gran parte de sus actos a diario y recurriendo en cualesquiera circunstancias a las palabras debidas y al modo oportuno de decirlas. Es una virtud que llamamos claridad de pensamiento, lo mismo que hablamos de salud sabiendo la importancia de la respiración. El estilo claro no tiene que venir forzosamente de la mano de un lenguaje llano: es posible hablar con conceptos complejos de forma clara, lo mismo que se puede liar hasta el pensamiento más simple. La claridad, el saber vivir, decimos, son expresiones de estilo de la filosofía.    La forma literaria del ensayo parece responder a esa virtud: se espera del autor que vaya al grano, que exponga sus pensamientos. Para ello, no siempre vale traer resultados, datos, porque también esos hay que interpretarlos. Hoy en día, libros de muy distinto cuño se presentan como ensayos: de antropología, de divulgación científica, de información periodística y demás disciplinas. Claro está que de nada sirve obcecarse con las delimitaciones, ni en el terreno temático, teniendo que adscribirse a las disciplinas, ni en el terreno formal, defendiendo a ultranza un género literario. Por eso mismo, el ensayo pervive como un pulo o seducción de la escritura: cada vez que el/la autor/a estila en su trazo su forma de pensar, de párrafo a párrafo, entre cada palabra, en frases y capítulos, por sus notas al pie de página y en las bibliotecas que leyó. “Privilegiar la escritura es, de algún modo, la mejor forma de pensar: la escritura es la decisión, la responsabilidad constantemente reactivada de elegir una posición que sea al mismo tiempo un acto (…)” (Marty, 2006, p. 10). Escribir, y más en el género del ensayo, compromete a la producción de pensamiento – el pensar es hacer, de Heidegger -; da forma al objeto “pensamiento” en circulación, el producto intelectual bruto, el libro culto de consumo: hecho de fragmentos sobre un fondo blanco, – “(…) sólo hay rupturas, saltos, discontinuidades, fidelidades que son traiciones y traiciones que son fidelidades (…)” (ibid.) -, un discurrir tortuoso, parones en la lectura, tiempos de reflexión, puentes gramaticales, normas, prejuicios y el acto libre de eludirlos, etc. Esos rasgos son característicos del producto cultural, le confieren su naturaleza simbólica y su función mediadora: la mediación del pensamiento en la acción, que es acción del pensamiento por mediación del lenguaje (sic). En la tensión arcana de la potencia al acto, en el margen de indecisión entre el “qué se quiere decir” y el “cómo queda dicho”, mordisqueando el bolígrafo, las distancias entre términos permutan y el pensamiento, la función mediadora, se transmuta en decisión. Concretamente ahí, en ese blanco, se producen sus secretas mutaciones en lenguaje y escritura, se materializa el sentido (en trazo, en habla, en camino…) del mundo conjurado. Pero ahí, en el lugar del escritor/a (poeta, hablador/a, vividor/a, etc.), se decide a un mismo tiempo lo que dice y lo que calla, y ambos constan por igual. Así quienes leen entre líneas, escuchan con segundas y entienden las calladas por respuesta. En la medida en que los silencios también nos hacen cómplices, que en los papeles escritos consta nuestra connivencia con pensamientos incoados, en la medida en que pensar es comprometerse con el sentido del mundo y eso es una coimplicación (Ortíz-Osés), la sospecha se hace práxis: “el mediador [“passeur”, barquero, almadiero…] es quizás siempre un impostor” (ibid). El ensayista con guantes blancos hace desaparecer su parte por arte de birlibirloque. Interpreta una pantomima con la técnica del neutro: prendas blancas o negras sobre fondo homogéneo. Hace la marcha estática; es una luz todo horizontes, una metáfora en el desierto, un espejo, un oasis: un líquido onírico que es petróleo intelectual.

    En ello estriba también, según entiendo, la cuestión del metarrelato y la literatura. Ya nada se cuenta al margen del texto que, no obstante, está hecho de márgenes, de pensamientos. Por esos entresijos del blanco que aquí mencionamos, se infiltran los niveles del relato, atrapados en la superficie del texto como en un pasillo de espejos que reproducen su imagen ad infinitum. Es la puesta en abismo(*), que recorre en la escritura (que recoge… lógos) el proyecto de la modernidad. Como dice Sartre del trance de Baudelaire, “de repente, por nada, un chasco, un desánimo, descubre la soledad infinita de esa conciencia “ancha como el mar” que es al mismo tiempo la conciencia y su conciencia (…)” (1975, p. 31). La pretensión de universatilidad: todo es uno, uno es todo, del que se deriva el todo vale y el valor al uso del concepto de diferencia. La puesta en abismo, el complemento justo al proyecto racional de universalidad, es el derrumbe del poder de otro mundo (Viejo Mundo), la caída irrevocable… en la cultura democrática de la horizontalidad. Es la parte anónima y antónima del proceso. La producción en serie “porque tú lo vales”, el abastecimiento para el consumo y la versatilidad de los valores. La tolerancia efectiva del proceso global para borrar fronteras creando nuevas diferencias. Tal vez el mestizaje o multiculturalismo, los problemas de aplicación de los derechos abstractos del individuo. Más de cerca, la capacidad de la gente para ir resolviendo problemas concretos de su ajetreo cotidiano. La falta de una solución preconcebida, el todo por hacer, la difusión de la cultura y la integración paulatina de todos los individuos, como granos de arena en un mismo desierto. El ensayo, fondo blanco, es el marco en que caben los desiertos, el libro abierto de horizontes. No hay metarrelato porque el texto desvela sus niveles de interpretación. Es por sí mismo correlativo. Ya no hay literatura porque el transcurso principal de la acción es la comprensión. Personaje autor lector son uno y mismo, ejecutantes actores cómplices de la decisión. El mundo es por fin mundo y el saber se comparte, ás veces, se difunde, se reparte, se renueva, sin ser acumulativo, pues va ligero de equipaje. No ocupa lugar. Es viajero, como todos, clandestino, como algunos. Se comunica, se transmite, y más cuanto más etéreo. Su clave es la inmaterialidad: una nada al alcance de todos, un Sókrates de bolsillo…

    Así con este ensayo, tiempo muerto y acción. Lee Mauricio Bares a Paul Bowles, El cielo protector. Una novela que es “(…) un viaje que ya no lo es y que encierra, pues, una regla fundamental: la del punto de no-retorno. Esa es toda la cuestión (…)” (Baudrillard, 1986, p. 15):

“Sin embargo, la idea de carecer de identidad se vuelve atractiva y lo lleva a adentrarse aún más en el desierto, hasta el momento radical en que abandona su vieja costumbre existencial “de penetrar al interior” de las cosas. Ahora ya no cree que haya ningún interior. Cree que no hay nada en el centro. Es más, no encuentra ningún centro. En este punto el lector descubre que el viaje al centro del desierto rebasa el nivel anecdótico hacia el simbólico: no hay centro, sólo un desierto en el interior de los personajes” (Bares, p. 135, las itálicas son suyas).

Punto de no retorno: Descartes ante la estufa, Husserl tras su bastón. Bares, posthumano, repite el gesto de la filosofía leyendo a Bowles. Con su expedición en el desierto o epojé particular, no descubre al sujeto, sino a lo sumo el lector “trascendental”: un personaje simbólico que descubre el desierto de la comprensión. El lector es el anónimo del autor, que repite su enseñanza desplazando al maestro. Lee que no hay nada que leer más allá del texto, aunque por eso mismo lee y escribe y avanza. Es el antónimo del a-doctrinado: Bares se allega a las cumbres del guepardo congelado. Su andadura vital mediada por la literatura ha descubierto ese desierto de dudas donde el humanismo es el instinto de supervivencia exhausto, y la comprensión, el símbolo y simulacro, tal vez, de la celebración caníbal: “Un final celebratorio propio de toda la excitación y el derrame de adrenalina provocado por la batalla, sólo llegaba al momento de desgarrar, desmembrar y tragar los trozos aún tibios y palpitantes de la víctima” (p. 97). El lector que de-borra la escritura.

    ¿Cronos? ¿Somos todos indefectiblemente víctimas de nuestro tiempo? ¿Padres de la contra-cultura? ¡¿Hijos de los Idos de Mayo?! ¡Y de las drogas tenemos la ciencia infusa! ¡Somos los primerizos del rave! ¡Los seguidores de la repetición! Vivimos como los dioses en las sempiternas del Olimpo. Somos absolutamente moderrnos. Como hubiese dicho Foucault, “[3 cosas para pensar el acontecimiento:] una metafísica de lo incorporal (…) una lógica del sentido neutro (…) y un pensamiento del presente infinitivo (…)” (1995, p. 21). He ahí el guión, la cartomancia del trance: “la andaina irreversible en el desierto del tiempo” (1986, p. 16).

R.P.G.
Txito Hauser
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Bibliografía:

 

  • Baudrillard, J., 1986: Amérique, Livre de Poche.
  • Foucault, M., Deleuze, G., 1995: Theatrum Philosophicum, Repetición y diferencia, trad. de Francisco Monge, Ed. Anagrama, Barcelona.
  • Marty, É., 2006: Roland Barthes, le métier d’écrire, Éditions du Seuil, Paris.
  • Nancy, J.-L., 1993: Le sens du monde, Éditions Galilée, Paris.
  • Sartre, J.-P., 1975: Baudelaire, Éditions Gallimard, Paris.


Posthumano, la vida después del hombre, o ensaio de Mauricio Bares, está publicado na Editorial Almadía (Oaxaca, México, 2007), e foi presentado, en xuño, na Fundación Torrente Ballester de Santiago, nun acto en que mantivemos unha conversa co autor e o seu editor Roberto Abuín, veciño de Rianxo.